Elección rebelde - Portada del libro

Elección rebelde

Michelle Torlot

Traición

KATIE

Me despertó el ruido de la puerta de entrada. Me senté rápidamente en el colchón.

Inmediatamente supe que no era mi padre ni ninguno de los otros rebeldes. El olor era incorrecto. Bueno, no exactamente incorrecto, pero podía oler a otros hombres lobo.

A pesar de no poder curarme, mi padre decía que yo era la mejor rastreadora que tenía. Supongo que no se podía ser genial en todo.

El olor de hombres lobo extraños podía significar una de dos cosas. O alguien me había seguido antes, o la pequeña matanza de mi padre había salido terriblemente mal y uno de los rebeldes nos había traicionado.

Esperaba que fuera esto último. Si no, estaba muerta.

Ahora, lo más urgente era evitar que me encontraran. Eso podría ser un poco complicado.

La habitación en la que me encontraba no era más que una alacena engrandecida. No tenía ventanas, y la única salida era la puerta que conducía a la sala principal, que ahora estaba más que probablemente ocupada por miembros de la Manada de la Luna de Sangre.

Me puse de pie con la espalda pegada a la pared para estar detrás de la puerta cuando se abriera y si se abría. Aunque no dudaba de que eso ocurriría. Si yo podía olerlos, probablemente, ellos podrían olerme a mí.

Mi única esperanza era que toda la basura de botellas vacías y cajas de pizza pudiera enmascarar el olor ligeramente. Era una esperanza vana, la verdad.

—¡Este sitio es una puta mierda! —Oí una voz. Era un hombre.

Podía oler tres olores diferentes.

—Todavía hay alguien aquí. Puedo olerlo —gruñó una voz femenina.

«¡Mierda! Si puede olerme, será capaz de rastrear dónde estoy».

Algunos hombres lobo eran guerreros o luchadores; otros eran rastreadores. Los rastreadores siempre eran mejores distinguiendo olores, y muchas manadas tenían rastreadoras mujeres. Parecían ser buenas en eso; sé que yo lo era.

La cuestión ahora era, ¿debía rendirme o debía intentar huir después de distraerlos?

Era pequeña para ser un hombre lobo pero rápida. La manada Luna de Sangre tenía mala reputación por cómo trataban a los rebeldes que capturaban.

Dudaba que fueran comprensivos; después de todo, había asustado al chico Alfa de la hamburguesería. Así que decidí intentar huir.

Si me rendía, mi padre se pondría furioso, pero no tanto si me capturaban después de presentar batalla.

A pesar de cómo me trataba a veces, lo único que quería era que se sintiera orgulloso.

Esperé en silencio detrás de la puerta. Había oído a dos de ellos, pero sabía que había un tercero.

Me metí las manos en el bolsillo de los vaqueros y sonreí, encontrando el cambio que no le había dado al chico Alfa.

Justicia poética, más o menos. Si arrojaba un puñado de monedas a la cara del primero, me daría al menos una oportunidad. Agarré un puñado y esperé.

Oí a la mujer, aunque su voz se redujo a un susurro.

—Ahí dentro...

Miré cómo se giraba el pomo de la puerta; el corazón me latía a mil por hora.

Cuando se abrió, me preparé. Supuse que quizá tenía ventaja, pues mis ojos ya estaban acostumbrados a la penumbra de la habitación.

La que entró fue la mujer. Llevaba el pelo largo y rubio recogido en una apretada coleta. La observé mientras miraba el colchón y olfateaba el aire. Luego se volvió hacia donde yo estaba.

Todavía oculta en la sombra, le lancé las monedas a la cara antes de que me viera. Luego me escabullí junto a ella, corriendo hacia la puerta.

Por desgracia, sus gritos habían alertado a los demás, y antes de que pudiera correr muy lejos, me agarraron unos brazos enormes.

Era más grande que cualquiera de los rebeldes y parecía incluso más grande que mi padre. Sin embargo, yo era pequeña para ser una mujer loba. La mayoría de las lobas solían rozar el metro ochenta. En comparación, yo medía un metro setenta.

Me retorcí y forcejeé, intentando liberarme, pateando las piernas.

Un brazo me rodeó por el medio, inmovilizándome los brazos a los lados, y el otro me rodeó el cuello, amenazando con cortarme la respiración.

—¡Tranquila, cachorra! —gruñó.

Si eso debía asustarme, tuvo el efecto contrario.

Oí un gruñido cuando la loba rubia salió furiosa de la habitación. Llevaba un cuchillo en la mano. De un vistazo pude ver que la hoja era de plata.

—¡Maldita perra! —siseó mientras cruzaba la sala hacia mí.

Mi captor se dio la vuelta para mirarla y oí otra voz masculina. Sabía que eran tres; había olido tres aromas distintos, incluso desde la habitación cerrada.

—¡Retírate, Carlotta! Conoces las reglas del Alfa. No se hace daño a las prisioneras. —su voz era autoritaria, y tenía acento, que de repente me di cuenta que era inglés.

Carlotta resopló y envainó el cuchillo, mirándome con desprecio.

—¡¿En serio crees que la compañera del Alfa sería una enana como esa?!

La idea de ser llevada ante un Alfa para ser su pareja o su juguete me produjo una oleada de pánico. «¡Imposible!»

Conseguí girar ligeramente la cabeza hacia un lado y hundí los dientes en el brazo de mi captor. Ya había probado la sangre en otras ocasiones, así que supe que le había mordido profundamente el brazo.

Inmediatamente me soltó y saltó hacia atrás, sujetándose el brazo dolorido.

—¡Maldita mestiza! —gruñó.

Inmediatamente salí corriendo hacia la puerta, sólo para verla bloqueada por el otro hombre.

Estaba de pie, con las piernas separadas y los brazos cruzados. Era aún más grande que el otro, si eso era posible.

No aminoré la marcha y él pareció un poco sorprendido. Cuando estaba a un metro de él, me puse de rodillas y me deslicé por el pasillo de baldosas, con la intención de deslizarme justo entre sus piernas.

Pero cuando levanté la vista, le vi sonreír. Demasiado tarde, me di cuenta de que conocía mi plan.

Cuando me agaché para deslizarme entre sus piernas, su rodilla subió e hizo contacto con mi nariz.

La velocidad a la que iba y la fuerza de su rodilla al golpearme la cara me hicieron caer en picado hacia atrás.

Oí el crujido cuando su rótula se estrelló contra mi nariz y saboreé la sangre que brotó de ella.

Mi visión empezó a nublarse casi al instante y gemí de dolor.

—¡Creía que habías dicho que nada de hacer daño! —Carlotta se rió.

—¡Daños colaterales! —respondió, y fue lo último que oí antes de desmayarme.

***

Lo primero que sentí al volver en mí fue dolor en la cara. Me palpitaba la nariz, pero la tenía algo entumecida.

Normalmente, cuando me hacía daño o después de que mi padre decidiera que necesitaba un castigo, solía palpar la zona afectada con los dedos para intentar evaluar el daño.

No necesitaba tocarme la nariz para saber que estaba rota. Tocármela con los dedos solo empeoraría el dolor.

Abrí los ojos, sin sorprenderme de dónde me encontraba: una celda. Nunca me habían capturado. Había estado cerca, pero siempre habíamos conseguido escapar.

Estaba tumbada en un catre. El colchón era aún más fino que el de casa.

Antes de que tuviera la oportunidad de asimilar nada más de lo que me rodeaba, oí una voz que reconocí.

—Vaya, vaya. ¡Pero si es la princesita de papá!

Miré en dirección a la voz.

—¡Terence! Cabrón, se lo has dicho, ¿verdad?

Me miró y se rió.

—Cada hombre, o debería decir lobo, tiene que mirar por su cuenta —Dudó antes de continuar—: Además, ¡puede que incluso sea capaz de convencerles para que nos dejen divertirnos juntos después de que hayan acabado contigo!

A pesar del dolor que sentía, me levanté de un salto y volé hacia los barrotes que nos separaban.

—¡Maldito bastardo! —siseé—. ¡Te mataré!

Se apartó rápidamente de los barrotes. Podía sentir su miedo. Sabía que si tenía la más mínima oportunidad, lo destriparía como el cerdo que era.

—¡Siempre fuiste un maldito cobarde, Terence! —dije.

Mi atención se desvió de Terence cuando oí otra voz que reconocí.

—¡Aléjate de los barrotes, rebelde! Ponte de cara a la pared, las manos en la cabeza —exigió. Élera el hombre lobo responsable del estado actual de mi nariz.

Lo fulminé con la mirada y gruñí.

—¡No me hagas pedírtelo otra vez! —gruñó.

Me di la vuelta y caminé lentamente hacia el fondo de la celda. Entonces oí abrirse la puerta de la celda y de repente sentí una sacudida insoportablemente dolorosa en la espalda.

Caí al suelo, gimiendo de dolor.

—¡Demasiado lenta, cachorra! —Sonrió satisfecho—. ¡Cuando te digo que hagas algo, lo haces a la primera!

Me tumbé en el suelo de cemento, con el corazón acelerado, intentando controlar la respiración. Miré a mi alrededor. Llevaba una vara que parecía emitir chispas de electricidad por el extremo.

Una picana eléctrica. Estaba utilizando una maldita picana eléctrica conmigo.

—Tráela —siseó.

Antes de que me diera cuenta, me agarraron bruscamente y me arrastraron por el pasillo hasta otro lugar.

Estaba muy iluminado y parecía vacío, hasta que sentí que me ponían grilletes en las muñecas. Estaban suspendidos del techo, y ahora yo también.

Ni siquiera podía poner los pies en el suelo.

Los guardias se retiraron a un rincón de la habitación, mientras mi torturador se paseaba de un lado a otro delante de mí. Estaba claro que disfrutaba con mi agonía.

El peso de mi cuerpo suspendido hacía que me chirriasen los músculos y tendones de mis brazos al estar tan tensos.

Si pensaba que mi padre era un sádico, no era nada comparado con este asqueroso.

—Ahora, pequeña cachorra Ridgeway, podemos hacer esto de la manera fácil o de la manera difícil. Yo recomendaría la fácil. —Sonrió, satisfecho con su sutil amenaza.

Tragué saliva. Después de lo que acababa de hacerme, estaba cabreada. Sabía lo que quería incluso antes de que me lo pidiera. Quería que traicionara a mi padre.

Eso no iba a suceder. Nunca. Me gustaba tener el corazón donde estaba, en el pecho. Si querían matarme, que así fuera; ¡no iba a ser una cobarde como Terence!

Miré al cabrón que tenía delante y, con toda la energía que pude reunir, le escupí a la cara. —¡Vete a la mierda, pedazo de mierda! —gruñí.

Estaba furioso. Pude ver la ira en su cara y sus ojos se volvieron negros, no del tipo de negro que se comunica mentalmente, sino del tipo de negro que deja que tu lobo furioso tome el control.

Pero no se movió, sólo cerró el puño. Sentí toda su fuerza en el estómago, jadeé y grité de dolor.

Antes de que pudiera recuperarme, su otro puño me golpeó. Grité y tosí mientras la sangre escapaba de mis labios. Mi cabeza se inclinó hacia delante mientras intentaba recuperar el aliento.

Le oí jadear sorprendido cuando empezó a manar más sangre de mi boca.

Se acercó, me agarró del pelo y me tiró de la cabeza hacia atrás. El dolor en el cuero cabelludo no era nada comparado con el dolor en el estómago.

Me miró fijamente a la cara y me apretó la nariz con el pulgar. Solté un grito como respuesta y más sangre brotó de mi boca. Luego me miró el corte de la cara.

—¡Cúrate, maldita sea! —me gritó.

Hice una mueca para sonreírle. Sabía por qué gritaba. Su Alfa le daría por el culo si se enteraba de que había dañado a una hembra.

Probablemente, solía pegarlas y se curaban.

—¡Yo... No puedo! —gemí.

Me miró horrorizado.

—¿Qué quieres decir? Eres una loba; ¡claro que puedes! ¿Qué pasa cuando te transformas? —me preguntó.

Si no me hubiera dolido tanto, me habría reído de él. Negué la cabeza todo lo que pude mientras él me agarraba del pelo.

—No puedo... Transformarme —susurré, sintiendo que empezaba a desvanecerme.

Me soltó el pelo y mi cabeza se desplomó sobre mi pecho.

—¡Alec! —gruñó—. ¡Dame tu cuchillo!

El guardia llamado Alec, al que no podía ver, sonaba aterrorizado.

—¡No puedes, Beta! El Alfa…

—¡El Alfa no lo sabrá! —gritó nervioso.

—¿Qué es lo que no voy a saber?

La voz me sacó del abismo. Había algo en ella, fuerte y dominante.

—¡Apártate, Nathan! —gruñó el recién llegado.

Sin siquiera intentar abrir los ojos, supe que Beta Nathan se había hecho a un lado. Sentí que se me acercaba una imponente presencia de autoridad.

—¡Maldita sea, Nathan! ¿Qué has hecho? —gruñó.

Sentí que una mano grande me tocaba la cara. El contacto, que debería haberme causado placer, me causó dolor, ya que el zumbido eléctrico que recorría mi cuerpo estimuló los receptores del dolor de las heridas que Nathan me había infligido.

Mi gemido se convirtió en un grito de dolor.

—No es mi culpa, Kane. Es la cachorra de Ridgeway, pero no es normal. ¡No se está curando!

Oí a Kane gruñir. No estaba seguro de si era a mí o a Nathan.

—¡Alec! ¡Suéltala y llévala al médico!

Cuando el guardia me soltó, lo último que oí antes de que la oscuridad se apoderara de mí fue la voz de Alfa Kane.

—¡Nathan! ¡Será mejor que reces a la Diosa de la Luna para que no muera!

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