Mason - Portada del libro

Mason

Zainab Sambo

Capítulo 2

Mi primer día en Industrias Campbell fue genial, tan jodidamente genial que habría deseado poder revivirlo una y otra vez.

Era como pensar en lo más grande que me hubiera pasado jamás. Y multiplicado por cien. Así era como me sentía.

¿Se nota que estoy siendo sarcástica?

El día no había sido así en absoluto.

No recordaba la última vez que me había levantado para prepararme para el trabajo o que me había emocionado y puesto nerviosa al mismo tiempo.

La noche anterior apenas había dormido.

Mi mente no dejaba de decirme que iba a trabajar para Mason Campbell. En un momento dado llegué a pellizcarme pensando que no era más que un sueño.

Cuando se lo conté a Beth, mi mejor amiga y compañera de piso, tuvo la osadía de reírse en mi cara y me llamó mentirosa.

No creyó que hubiera hablado con Mason; según ella, yo no era lo suficientemente importante como para intercambiar palabras con él y estar en su presencia.

Pensó que había encontrado empleo en algún lugar asqueroso y que no quería contárselo y que opté por decir que iba a trabajar en Industrias Campbell.

Mentiría si dijese que no me sentí profundamente insultada.

Beth se expresaba como si Mason fuera un dios al que era imposible acercarse.

Pero yo había descubierto que Mason no era un dios ni tampoco un ángel.

No era alguien que repartía caramelos a los niños y pronunciaba palabras bonitas y reconfortantes.

No: Mason era Satanás.

Alguien que arrebataría caramelos a los niños pequeños para comérselos delante de sus caritas.

Alguien que te empujaría delante de un coche en marcha.

Alguien que con unas pocas palabras podía provocar un ataque al corazón o dejar una cicatriz permanente en el corazón de su interlocutor.

Sin embargo, había algo bueno en él.

Era grato de ver, no podía negarlo.

¿Por qué los hombres atractivos eran groseros, fríos y desalmados? La experiencia me lo había enseñado.

El último novio guapo que había tenido años atrás me había sido infiel.

Me dijo que era aburrida y exigente. El muy imbécil.

De acuerdo, tal vez no era suficiente para sostener mi hipótesis.

Pero, ¿qué pasaba con los chicos guapos a los que había sonreído y de los que había obtenido una respuesta fría?

De cualquier manera, Mason era el mayor gilipollas que había conocido.

Aquel tremendo idiota había dicho directamente que yo no era inteligente. Se había atrevido a burlarse de mi universidad.

Aunque aquello no era nada comparado con el comentario de que yo tenía cero experiencia.

No podía imaginar lo horrible que iba a ser trabajar para él.

Pero, ¿y si el otro día estaba de mal humor por algún motivo? Tal vez no era tan malo y yo lo había juzgado mal.

Fuera como fuera, me propuse ser la mejor asistente que había tenido.

No le iba a dar ni un solo motivo para arremeter contra mí y despreciarme.

Me levanté temprano, me vestí y puse una cara valiente y feliz.

Sin molestarme en despertar a Beth y decirle que me iba, porque la muy zorra podía decir algo que me hiciera enfadar, cogí todo lo necesario y salí del piso.

En mi opinión, lo que llevaba puesto era lo mejor que mi armario podía ofrecer.

Era normal ponerse un vestido elegante para una boda o una ocasión especial, pero nunca creí que lo iba a utilizar para trabajar.

Tampoco pude creer la hostilidad que percibí cuando pisé Industrias Campbell de nuevo.

Al parecer, se había corrido la voz de que yo era la nueva asistente del jefe.

Hacía tiempo que no tenía una.

Ignorando las pocas miradas que recibí, pulsé con mi dedo sudoroso el botón que me llevaría a la planta del señor Campbell.

En el momento en que la puerta del ascensor se abrió, salí con paso nervioso. De hecho, me costó un gran esfuerzo no hacerlo a la carrera.

Una vez en el edificio, me pregunté adónde debía ir.

No podía irrumpir en el despacho del señor Campbell y exigirle que me dijera dónde estaba mi mesa.

Además, supuse que no estaría allí tan temprano.

—¿Lauren Hart?

Me giré al oír mi nombre y me encontré cara a cara con una hermosa mujer.

Era muy atractiva y vestía estupendamente. La envidié de inmediato.

Me entraron ganas de tirarle del pelo y estropear su falda y su blusa.

Quería deslucir a aquella mujer y no sabía por qué.

Bueno, en realidad sí que lo sabía. Tenía mucho mejor aspecto que yo.

A saber qué pensó al mirarme.

Yo lo habría tenido muy claro.

Parecía tener veinticuatro o veinticinco años.

—¿Sí? —respondí amablemente. Incluso esbocé una sonrisa.

¿Me la devolvió? Pues no.

—Me llamo Jade. Estoy un poco sorprendida de verte aquí tan temprano, aunque eso es bueno. Al señor Campbell no le gusta que sus empleados lleguen tarde al trabajo.

Quise decirle a aquella zorra que ella había sido aún más madrugadora. Pero, en lugar de eso, volví a sonreír.

—Estoy segura de que nadie se retrasa. No tengo problema en levantarme temprano. El señor Campbell no tendrá que preocuparse por eso.

—Ajá —asintió mientras mordía su bolígrafo y me examinaba con la mirada. Obviamente, no le gustaba lo que veía—. Nadie me ha dicho cómo era la nueva asistente del señor Campbell. Reconozco estar un poco decepcionada, esperaba mucho más. Supongo que se apiadó de ti. Si yo fuese él, también lo haría.

Me replanteé lo de deslucirla: quería asesinarla brutalmente y enterrarla a dos metros bajo tierra, para que su cadáver descompuesto se redujera a un cráneo y algunos huesos.

El jefe y los empleados... ¿eran todos iguales?

Exhibían unos aires de superioridad muy irritantes..

Sonreí afablemente.

—Supongo que vio algo especial. Debo considerarme afortunada.

La mirada asesina en su rostro me proporcionó un poco de satisfacción.

—Lo que tú digas. Sígueme y te mostraré tu escritorio.

La seguí de cerca, con los ojos clavados en su espalda.

En el momento en que se giró, compuse una dulce sonrisa.

Señaló una mesa sobre la que había un portátil blanco.

El puesto de trabajo estaba pegado a la pared, junto a una gran puerta doble.

—Te vas a sentar aquí —indicó—. Puedes colocar un solo objeto personal en el escritorio, al señor Campbell no le gusta que se abuse de esas cosas. Tu trabajo consiste en contestar el teléfono y realizar las tareas que te encomiende. ¿Lo entiendes?

—Sí.

—Muy bien. Bienvenida a Industrias Campbell. Veremos cuánto tiempo duras.

Me mordí la lengua y respiré por la nariz.

Para no soltarle a quemarropa que tenía previsto durar más que ella.

Observé cómo arqueaba una ceja, pero no dijo nada. Se alejó, dejando que me instalase.

No pasaron treinta minutos antes de que el señor Campbell entrara como si fuera un huracán.

Su rostro no mostraba emociones y aquellos ojos fríos como la piedra podían acortar vidas.

Me quedé paralizada, sin poder apartar la mirada de la musculatura de sus brazos, pecho y piernas.

La forma en que su traje azul de Armani se pegaba a su cuerpo como una segunda piel.

Sus movimientos al caminar eran perfectamente letales y depredadores.

Mi corazón latía fascinado.

Era un hombre poderoso, increíble en todos los sentidos. El mero hecho de contemplarlo en todo su esplendor casi me hizo caer de rodillas.

Era como si lo viera por primera vez.

Todos los presentes le dieron los buenos días con la cabeza, pero él los ignoró, pasó de largo con un garbo como nunca había visto en nadie y entró en su despacho.

Me pareció un borde total.

Permanecí en mi mesa unos minutos, armándome de valor.

Luego me acerqué a su puerta y llamé. Una, dos veces, sin obtener respuesta.

Volví a llamar.

Aquella vez sí contestó.

—¿Qué? —bramó. Su voz era profunda y atronadora.

Me pareció que retumbaba por todo el edificio.

Tragándome la bilis que se me había subido a la garganta, giré el pomo y empujé la puerta para abrirla.

Entré en su frío despacho y cerré la puerta tras de mí.

—Buenos días, señor —saludé, con el corazón desbocado en mi pecho.

El señor Campbell levantó lentamente la cabeza para mirarme.

Parecía más aterrador de lo que recordaba y no pude controlar el escalofrío que sacudió mi cuerpo cuando sus ojos plateados se clavaron en mí.

No había nada familiar en su mirada.

Respiré con dificultad.

Su mirada me recorrió de arriba abajo casi con pereza..

Percibí aburrimiento. Percibí fastidio.

Una distancia casi gélida nos separaba.

Nuestros ojos se midieron durante un largo y estremecedor momento.

Cientos de sentimientos pasaron por mí en aquel instante. Fue como si todo lo demás en el mundo hubiera desaparecido.

Aquel hombre... era aterrador. Y tal vez le había vendido mi alma accidentalmente.

—¿Sí? ¿Puedo ayudarle en algo? —ladró.

Lo miré fijamente, sin entender qué quería decir. ¿Acaso no se me permitía saludarlo hasta el mismo momento en que me necesitara?

Antes de que pudiera decir algo, me lanzó más preguntas.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Quién le ha dejado entrar? —se indignó. Pulsó un interfono y habló por él—. ¿Quién ha dejado entrar a esta mujer? ¿Te pago para que permitas que cualquier extraño se cuele en mi despacho? ¿Cómo que qué mujer? ¡Estás despedido!

La reprimenda fue expeditiva.

Aquella voz representaba la muerte súbita para mí.

—Por favor, señor Campbell, usted me contrató para ser su asistente. Lauren Hart, ¿recuerda?

Formulé la patética pregunta con voz ahogada y suplicante.

El corazón me latía con fuerza. No me sentía capaz de moverme.

Mi instinto más profundo me advertía que no debía enfadar más a aquel hombre.

Era como una tormenta implacable, una fuerza que no convenía ignorar.

Mason arqueó las cejas mientras me escrutaba y finalmente me señaló con su bolígrafo en señal de comprensión.

—Lo cierto es que tiene usted un aspecto diferente. Bueno, no tan malo como el otro día. Supongo que es una muestra de progreso.

—Sí, señor —respondí, luchando por mantener un tono ligero y humilde—. Intentaré estar a la altura de las expectativas de esta empresa.

—En realidad... —replicó, apartando finalmente sus ojos de mí—. No sé si eso será posible, señorita Hart.

Garabateó algo en un papel.

—Tenga —dijo, tendiéndomelo.

Me moví rápidamente para coger la nota. Nuestros dedos estuvieron a punto de rozarse, pero él soltó el papel inmediatamente antes de que sucediera.

—Son mi dirección de correo electrónico y la contraseña. Conteste a todos mis mensajes. Ignore los que no sean relevantes. No programe una reunión sin consultármelo antes. Y, señorita Hart, bajo ninguna circunstancia divulgue el contenido de mis mensajes de correo. Son absolutamente confidenciales. Si me entero de que ha comentado alguno con amigos o familiares, le aseguro que se arrepentirá.

Mi corazón comenzó a latir rápidamente y odié el hecho de que pudiera provocar aquella ansiedad en mí. Supe que lo estaba haciendo intencionadamente.

Cómo no.

—Todas las mañanas, exactamente a las nueve, me traerá un té, no café. Me gusta negro. No debe estar ni muy frío ni muy caliente. Todos los documentos que requieren de mi firma deben estar en mi escritorio antes de que llegue. No puede usted entrar en mi despacho ni se permiten visitas entre las doce y la una. Mi almuerzo lo preparan en el restaurante Roseire. Está a una hora de aquí, arrégleselas para llegar. Debe pedir lo de siempre. Tenga en cuenta que lo quiero caliente y en mi escritorio a las dos. Si se enfría, le descontaré el precio de su sueldo.

¿Hablaba en serio?

¿Cómo se podía ser tan mandón?

Allí sentado, dando órdenes como si gobernara la tierra o algo así.

Si aquel fulano llegaba a dirigir el planeta, todos estábamos condenados.

No había pasado demasiado tiempo en su presencia, pero tenía claro que el mundo sufriría en sus manos.

—¿Me está escuchando? —preguntó. Parecía indignado.

La ira emanaba de su rostro, su mirada me recorría críticamente.

Algo oscuro se reflejó en su expresión y se me revolvió el estómago.

Tragué saliva a duras penas y asentí.

—No haga eso —dijo, entrecerrando los ojos—. Nada de gestos con la cabeza. Hable cuando le hablan, ¿lo entiende?

—Sí, señor —acaté. Bajé la mirada antes de levantarla.

La expresión feroz de su rostro me llenó de terror.

Continuó con su tono frío e implacable.

—Le he conseguido esto —comentó. Me lanzó lo que parecía un manual—. Léalo. Sígalo. Si quiere continuar aquí dentro de una semana.

—Le prometo que no le decepcionaré —aseguré en voz baja.

—No me importa si me decepciona, señorita Hart. Me encantaría que lo hiciera, eso sólo demostraría que lo que pienso de usted es cierto. No crea que ha entrado oficialmente en Industrias Campbell. Ha comenzado un proceso de prueba. Cualquier error que cometa la pondrá de patitas en la calle en menos de lo que cuesta parpadear. Como le dije, hay más personas que harían cualquier cosa por estar en su lugar. Personas con más talento que usted. Así que ni se le ocurra pensar que es especial.

El muy hijo de puta.

Una respuesta se disponía a brotar de mis labios, pero él la silenció levantando una mano.

—Eso es todo.

Me di la vuelta y salí en silencio del despacho.

Me sentí como si me acabara de enterar del fallecimiento de un conocido y estuviera de luto por él.

Ni siquiera sabía qué pensar.

Sabía que, entre otras muchas cosas, Mason Campbell era un tipo maleducado, pero nunca había imaginado hasta qué punto.

Sin establecer contacto visual con nadie, me dirigí a mi escritorio.

Me senté y conté del uno al diez antes de prestar atención al manual del empleado que me había dado.

Estaba a punto de empezar a hojearlo cuando oí una tos.

Levanté la cabeza y vi a Jade, que tenía cara de odiarme, pero sin poder hacer nada al respecto.

—¿Sí?

Puso los ojos en blanco.

—Se supone que tengo que ser tu guía en una maldita visita, como si no tuviera nada mejor que hacer con mi tiempo —protestó, dándose la vuelta sin esperar a mi respuesta.

Me quedé mirando su forma de retirarse, preguntándome desde cuándo tenía el síndrome premenstrual o, como alternativa, si su mala leche era algo natural. ¿Todo el mundo allí era horrible?

No recordaba la última vez que me había rodeado de gente tan miserable.

Ni siquiera el instituto había sido tan malo y aquello era mucho decir.

La señorita Caraputa probablemente pensaba que era una de las mejores empleadas de aquella empresa, por eso te pisaba sin importarle nada y creía que todo el mundo tenía que obedecerla.

Bueno, yo no iba a ser la perra de nadie.

Volví a centrarme en el manual y abrí la primera página.

—¿No vienes? —oí que Jade me gritaba.

Mirando su cara de enfado, levanté una ceja.

—Oh, no sabía que querías que fuese contigo. Deberías haberlo dicho.

Cerré el manual y me levanté para seguirla.

Los siguientes treinta minutos fueron muy aburridos.

Jade me mostró todas las dependencias del edificio. Yo sabía que no iba a recordar todos los lugares, porque no estaba prestando toda mi atención.

Casi bailé de alegría cuando me senté de nuevo en mi silla.

Por fin había terminado el suplicio.

Estar en presencia de Jade había consumido la poca felicidad que me quedaba.

A las ocho y cincuenta y cinco exactamente me apresuré a ir en busca té del señor Campbell.

Hice una pausa, tratando de recordar si me había dicho la cantidad de azúcar que quería.

Me arriesgué mucho y no le puse azúcar a su té.

Aquella decisión podía salvarme o echarme de la empresa.

Cuando me dio permiso para entrar en su despacho, lo hice con mucha calma, por primera vez sin miedo.

Mantuve el té frente a él y esperé a que me pidiera que me fuera.

El señor Campbell se tomó su tiempo para terminar con su portátil antes de coger el té.

Suspiré aliviada cuando no empezó a gritar por faltar el azúcar.

—Puede retirarse —dijo, con frialdad.

Ni siquiera me había mirado.

—De nada, señor —dije, dándome la vuelta para salir del despacho.

Su voz me detuvo.

—¿Qué acaba de decir? —inquirió. Había incredulidad en su tono. Una ola de ira aterradora que hizo que me temblaran las piernas—. ¿Está siendo sarcástica conmigo, señorita Hart?

Negué la cabeza, tratando de determinar el momento exacto en que mis sentidos habían abandonado mi cuerpo.

No estaba siendo sarcástica. ¿Cómo iba a serlo cuando sabía que tenía un jefe como él?

Fue simplemente un instinto el que me había hecho soltar aquello.

—Lo siento, señor. Ha sido sin mala intención —me excusé.

Había perdido la cuenta de las veces que me había disculpado desde nuestro primer encuentro.

Y algo me decía que la lista seguiría creciendo.

Entrecerró los ojos, intentando doblegarme y dejar patente que yo era débil e incapaz de soportar la presión.

Al menos, eso era lo que creía que estaba haciendo.

—Puede irse.

Salí corriendo de allí, respirando adecuadamente cuando estuve fuera de su mirada fulminante.

Escuché una risa baja y me giré hacia su origen.

Un tipo alto y delgado me miraba fijamente con los labios curvados en una sonrisa de satisfacción.

Tenía el cabello pelirrojo y corto, algo más oscuro a los lados y un poco desordenado por arriba.

Cuando vio que le había localizado, se acercó a mi escritorio.

—Felicidades —dijo con voz profunda y un toque de sorna—. Has sobrevivido a dos visitas a su despacho. Eso merece una celebración.

No pude evitar sonreír, y con motivo.

Por un lado, supe que probablemente estaba diciendo la verdad. Por otro, intuí que me iba a caer bien. Parecía diferente a los demás.

—¿Me vas a regalar una taza que ponga «Felicidades»? —pregunté, tras ejecutar una pequeña reverencia que le arrancó otra risa.

—Chica lista. Es una buena manera de alegrarse el día.

Extendí la mano y sonreí ampliamente.

—Soy Lauren. Lauren Hart.

El pelirrojo soltó una mano de su taza y estrechó la mía.

—Encantado de conocerte, Lauren. Soy Aaron Hardy. Es muy agradable ver a alguien salir de la oficina del jefe sin lágrimas en los ojos.

—Se podría decir que soy valiente.

Asintió, inclinando la cabeza hacia un lado para estudiarme mejor.

—O puede que estúpida. ¿Por qué aceptaste este trabajo? —preguntó, y, antes de que pudiera responder, me cortó con una exclamación—. ¡Ajá! Creo que lo sé. Es por el sueldo, ¿no? Siempre es por la pasta.

—Algo así —reconocí y puse los ojos en blanco—. Necesito el dinero.

—Ah. Ya veo

—Eres muy amable conmigo. ¿Cómo es posible? Todo el mundo me odia o está por odiarme. Son todos muy estirados. ¿Nunca se toman un respiro?

—Bueno —rió con un gran movimiento de hombros—. Créeme si te digo que están celosos de ti. El señor Campbell no suele contratar, y disculpa mi elección de palabras, a personas como tú. Le gustan los empleados con clase, gente que no avergüence a su empresa. Todos estos creen que tú podrías ser especial para él.

Resoplé.

—Eso es estúpido. Campbell me odia.

—Te odia porque odia a todo el mundo. No es algo personal.

—Me pregunto por qué.

—Y eso, mi querida Lauren, es lo que siempre nos preguntamos —dijo, guiñándome un ojo—. Volvamos al trabajo, no sea que nos obliguen a hacer horas extras por estar de cháchara.

Me puse a su lado, con cara de sorpresa.

—¿Hablas en serio?

—¡No! —se carcajeó—. El tipo no es tan cabrón.

Le lancé una mirada incrédula. Aaron se dio la vuelta y se encogió de hombros.

—Vale, quizá lo sea.

—Un cabrón de categoría especial.

Alguien se aclaró la garganta y me quedé helada, con el corazón a mil por hora.

Las risas de Aaron me sacaron del trance.

—Oh, Dios mío —se tronchó—. Deberías haber visto tu cara. ¡Pensabas que era él!

—¿No era él?

—No, pero debes tener cuidado con lo que dices.

Una chica de pelo verde me sonrió, pasando su brazo por el cuello de Aaron.

—¿Es la nueva?

Me erguí, levantando los hombros y la miré fijamente a los ojos.

Se rió.

—Tranquila, chica, que no muerdo —dijo, divertida, al ver que intentaba mantenerme firme.

Me relajé de inmediato, aceptando que no tenía mala idea. No emitía señales de desprecio.

—Soy Atenea —se presentó. Levanté una ceja. Ella sonrió—. Cosas de mi madre, es un poco rara.

—Tienes el pelo verde y trabajas aquí.

Sabía de sobra que Mason nunca, jamás, contrataría a alguien con el pelo de colores.

—Eso es porque no puede despedirme. Soy su tía.

—¡¿Qué?! Pero no pareces tener más de...

—¿Veintitrés? —aventuró Atenea—. Sí, me lo dicen mucho. Es mayor que yo, pero soy su tía, bla, bla, bla… Su madre es mi hermanastra.

Supuse que me encontraba ante la única persona con la que Campbell se mostraba amable.

Atenea se quedó mirando mi cara aturdida.

—Oh, cariño, el hecho de que sea su tía no me salva de su mierda de actitud.

—Sí, pero eres la única persona a la que parece respetar —señaló Aaron.

La joven se encogió de hombros, como si no fuera para tanto. Nunca creí que el señor Campbell fuera capaz de respetar a alguien.

Desde mi punto de vista, su enorme ego, del tamaño de la tierra, no podía ser capaz de soportar algo así.

Era extraño, tratándose de un hombre que exigía respeto adondequiera que iba.

—Volvamos al curro.

Le di una palmadita en el hombro a Aaron antes de continuar.

Me esperaba un largo y doloroso día.

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